La certeza del níspero

En el patio de un hombre valduparense se mantiene en pie el árbol de níspero de su infancia. Han pasado los años, las muertes más o menos cercanas, los borrachos redimidos, los picoteros de varias generaciones y los nuevos retoños, pero el níspero sigue allí, erguido como un centinela de la memoria familiar y de los días por venir. Este es un texto inédito de la tercera edición aumentada de El incómodo color de la memoria

POR Javier Ortiz Cassiani

Junio 26 2025
Pintura de Sofía Rangel Ortiz

Pintura de Sofía Rangel Ortiz

Pasé buena parte de las vacaciones debajo de un árbol de níspero al final del patio de la casa de la infancia en un barrio de Valledupar. La tarde que llegué, un día antes de la noche de Año Nuevo, el esposo de mi sobrina me puso en ese lugar una mesa y una silla para que siguiera con la escritura de los relatos que venía haciendo sobre una casa con patio y traspatio y marqueses y esclavizados de otro tiempo. Los había comenzado en el altillo de una casona en el barrio La Candelaria en Bogotá, continuado en un hotel de Barranquilla en la víspera de Nochebuena y seguido en un apartamento que me prestaron en el viejo edificio Salomón Ganem, en el centro de Cartagena de Indias.

Pero quizá la sombra y el amparo de los árboles de los patios de Valledupar están para algo más que para simples ejercicios de escritura. Tengo la sensación de que los arcanos de la tradición patial lo saben; saben que, si los patios nada más se usaran para ese tipo de menesteres apenas ocasionales en el barrio, serían un desperdicio. Lo que hice entonces fue –además de la escritura– abusar un poco de los privilegios patriarcales y la condición de último retoño de una nutrida prole al que todavía las hermanas y las sobrinas mayores siguen criando a punta de mimos: muy temprano, alguien ponía un café humeante en la mesa, después venía el desayuno, alguna fruta a media mañana, luego el almuerzo, quizá otra fruta o una golosina comprada a un vendedor callejero que previamente la había anunciado con acostumbrado pregón vespertino, y al final la cena, consumida en penumbra, a veces solo encandilada por la pantalla del computador y atravesada por el silencio silbante del vuelo supersónico de uno que otro murciélago.

Durante mucho tiempo el patio no estuvo tapiado, apenas alinderado por una precaria alambrada y pequeños tramos con pedazos de zinc y latones de bidones de combustibles desechados. Una noche, Chillo, el hijo de la señora Erlinda, aprovechó esa precariedad para colarse y robarse algunas matas de caña de azúcar que mi padre solía sembrar en los límites con el patio de la señora Eva. Días más tarde, los compinches con los que se las había comido en la esquina lo delataron. En realidad, él mismo, fiel a la necesidad de alimentar una reputación de niño bribón ganada a pulso, presumió por ahí todo lo que pudo su hazaña, y cuando se hizo un hombre, mi madre o algunos de los miembros de la familia recordaban en los convencionales saludos con mi padre aquella anécdota entre risas como un código del cotidiano ejercicio de la comunión barrial.

Esa precariedad en los linderos del patio también sería la frontera de mis vergüenzas e inseguridades de adolescente. Alguna vez, el día de mi cumpleaños, a un grupo de amigos –en la fiebre por el estreno de una bocina y un tocadiscos que a uno de ellos le había traído su madre de Venezuela– se les ocurrió hacerme una fiesta. La idea, aunque era una muestra selecta de camaradería popular, no me gustó, y me opuse con todos los argumentos que pude. Pero en mi ausencia, a media mañana, se tomaron la casa por asalto, y cuando llegué estaban probando el sonido con el LP Bad de Michael Jackson. Reían con la complicidad de mi familia que, en un detalle de fina alcahuetería, les había abierto las puertas de la casa para que dispusieran mi celebración. Yo me quebré, y por primera vez lloré frente a la manada. En medio de las lágrimas dije el argumento al que no había recurrido entre todos los que mencioné antes, y el único válido para explicar por qué no quería que la fiesta se hiciera en la casa: me daba vergüenza recibir invitados con un patio en esas condiciones. Se detuvieron las risas. Aquella mañana recibí de ellos los primeros abrazos y las muestras físicas de afecto sin que los goznes para abrirle las puertas a la sensibilidad estuvieran aceitados por el alcohol. Mi fiesta se fue a otro patio. Una cofradía con una memoria aguzada para no desperdiciar cualquier oportunidad de burla –incluso aprovechando situaciones incómodas– hizo un pacto tácito de silencio. Jamás volvieron a hablar del tema.

Nada me resume más que ese patio y ese árbol de níspero que ahora domina todo el escenario. Bajo la soberanía de su follaje repasé mi vida durante las vacaciones y los recuerdos empezaron a llegarme sin los filtros de la valoración jerárquica. La memoria del vaho ácido y cálido de los perros muertos arrojados en los potreros de las fincas cercanas donde nos adentrábamos en gavilla y sin brújula –quizá como miembros de otra especie acostumbrada a moverse entre la carroña– y del vapor de la mierda expuesta por varios días al sol me llegaba junto al recuerdo del olor de los marañones, las papayas, las ciruelas, las toronjas, las conservas de Semana Santa y el café despulpado de la Sierra Nevada secándose en el patio de la casa de los Maestre.

Todo patio es una convocatoria al pasado. Todo patio es un cementerio de recuerdos, pero no de recuerdos enterrados porque revolotean en el perímetro como fantasmas puntuales. Ese patio no era del níspero, antes fue de los mangos. Eran cuatro, mandaban, recibían pájaros y gente en sus ramas, hasta que fueron víctimas de la tala del progreso casero. Quedó el níspero. Cuando me fui de la casa ni siquiera era una promesa porque se veía tan enclenque que no admitía futuro. Regresaba todas las vacaciones, crecía un poco, pero todavía el níspero seguía sin revelarnos su porvenir. Cuando mi padre –su plantador– murió, y mi madre se fue a vivir temporalmente a otra ciudad, dejé de ir a Valledupar. Cuando volví, el níspero había crecido con tanto progreso que ahora hace alarde de su frondoso pasado. Señorea, y uno tiene la sensación de que no se deja sacudir por la brisa, sino que sus ramas planean a su antojo con los vientos de enero.

Mi madre, con sus 92 años, todavía barre las hojas del níspero cada mañana. Cuando llega con su escoba y su terquedad y sus resabios de hechicera de la dignidad, ya yo estoy sentado en mi trono debajo del níspero, aferrado al aroma y al sabor del café. Esquivo sus preguntas sobre mi presente y aprovecho la presencia de otros familiares para cambiar de tema y desplazarlo a lo que ya es un ritual, el inventario necrológico del barrio. Se nombran los nuevos muertos, pero se recuerdan los anteriores: murió Segundo y Pechere, Jito se mató en una moto, y al Nene –que no se metía con nadie– lo mataron para acabar con su liderazgo en una zona minera difícil; y se murió Benedito el mismo día que papi, y después la señora Franca y la señora Paulina y la señora Eva, y Arnulfo, y antes el señor Franco y después la señora Erminia... No hay conversación sobre el barrio y su gente, por muy presente que sea, que no termine en el pasado: Alfredo –el nieto querido de la señora Franca– está en Alcohólicos Anónimos y tiene carro y es un profesional responsable, y ya no bebe, porque antes bebía mucho y una vez casi lo matan; en la casa de Benedito solo vive Inés, el resto de los hermanos se fueron hace rato para el barrio La Nevada y al Divino Niño, porque compraron casas por aquellos lados; Danielito todavía es sastre, y su picó, que ahora se llama Dani Turbo, lo administra el hijo, y él todavía guarda los acetatos desde cuando se llamaba el Gran Dani y era una caja como un escaparate con una pintura de Rambo que tocaba en las casetas para los tiempos de carnavales.

La ubicación del níspero define la cartografía temporal. Está justo en la misma dirección de la puerta del patio, y esta, a su vez, está en la misma línea de la puerta de la calle, de modo que desde el final del patio hasta la calle se forma una especie de túnel del tiempo. Cuando el presente entraba por esa puerta, desde el patio yo lo veía venir de frente, a contraluz, cruzaba la sala, el comedor y la cocina, y atravesaba la puerta del patio para convertirse debajo del níspero en pasado. Hasta allí llegaban los hermanos, los amigos y conocidos de la infancia con los saludos de rigor y la versión corregida y quizá aumentada con total impunidad de los cuentos de otro tiempo y de siempre, y la risa estrepitosa con la que se celebra la repetición de esas historias como si acabaran de ser inventadas.

Desde su lugar el níspero administra el tiempo. Define la manera física como ocupamos el patio, pero también las formas mentales de estar mientras nos entregamos a su amparo. En estas vacaciones habité su sombra diurna y nocturna con una melancolía de arrabal que no me permitió pensar en el futuro debido a que mis preocupaciones por el presente ocupaban mucho espacio en la cabeza. Los días iban lentos, al ritmo de los pasos abastonados de mi madre buscando un lugar en los tendederos para colgar las pantaletas que acababa de lavar, porque a su edad todavía tiene la dignidad y el pudor para negarse a que alguien lo haga por ella. Todas las mañanas desayunábamos juntos debajo del níspero, administrando unos silencios largos con ocasionales palmadas acariciadoras en la cabeza y la espalda, y sonrisas cómplices que ambientaban otros diálogos concebidos desde el alma y los complejos de Edipo domesticados en el tiempo.

Según un mal cálculo de un médico creyente a comienzos del siglo xx, las personas cuando mueren pierden 21 gramos debido a que eso es lo que pesa el alma que abandona el cuerpo. Pero los muertos no pesan, porque “la muerte es mentira” –narra un mito de los indígenas makiritare, citado por Eduardo Galeano–, lo que pesa es el recuerdo de sus vidas y el miedo a que se nos olviden. Por las noches, cuando tecleaba buscando las palabras para imaginar las vidas pasadas en los patios, los zaguanes y las crujías de una casa virreinal de Cartagena de Indias, miraba el tronco del níspero con su corteza cuarteada como la piel de un animal prehistórico. Me concentraba justo en el punto desde donde emerge de la tierra y comienza la verticalidad de sus dominios, y mientras suponía su infancia, los riegos vespertinos de mi padre y la administración del veneno para librarlo de las hormigas, me hacía consciente de que en ese punto había enterrado algunos meses atrás el ombligo de mi hijo Gael. El ombligo lo tuve conmigo desde que nació y lo cargué todo el tiempo dentro de la maleta con la certeza de su destino. Tardé, pero una noche, en una de las visitas a Valledupar, cavé un poco en las raíces del níspero y lo enterré.

El ombligo de Gael está donde debe estar. Durante un par de vacaciones, los consentimientos del abuelo Carlos alcahuetearon las caries de mi hija Camila –hay varias fotos de ella con cuatro años, mirando a la cámara, lamiéndose una golosina, en medio de mi padre y de mi madre sentados en un par de mecedoras en la puerta de la casa–. Gael, en cambio, no alcanzó a conocerlo. Por lo menos no en esta dimensión. Cuando nació, a mi padre le faltaban unos meses para cumplir diez años de fallecido, pero desde muy temprano, sin que nadie hiciera ningún esfuerzo más allá de las convencionales menciones familiares al abuelo en su presencia, desarrolló un apego con la figura de mi padre y varias veces nos sorprendió con los ojos anegados en lágrimas diciendo que extrañaba a su abuelo Carlos. Todos los días, de alguna forma, desde una sensibilidad que nadie le había construido y que resultaba inexplicable, daba muestras de esa conexión. Que su ombligo repose al pie del árbol que plantó el abuelo Carlos es apenas un acto natural para refrendar ese sentimiento genuino y la confirmación de que el níspero tendrá futuro.

Soy de escasas certidumbres, a veces hasta saboteo las pocas que tengo; me encanto y me desencanto con facilidad, y soy presa de una inconformidad que me lleva a una búsqueda incesante, tal vez –solo tal vez– a causa de la escasez durante mi niñez y adolescencia. Esto, seguramente, espera la refrendación de los terapeutas. Por ahora, el patio fue un diván, o mejor, una mecedora debajo de un árbol desde donde balanceaba la vida. Lo que sí me enseñaron estas vacaciones melancólicas, encerrado en el patio de la casa de la infancia, en donde la brisa y los recuerdos armaban pequeños remolinos de arena y hojas, fue la certeza de que soy de una ciudad donde hay un río y varias acequias en las que agarraba piojos cuando era niño, y de un barrio, de una calle, de una cuadra en la que se mueren los vecinos. Soy de una casa, de un patio. Soy un árbol de níspero que alguna vez plantó y cuidó mi padre.

ACERCA DEL AUTOR


Javier Ortiz Cassiani

En 2019, Libros Malpensante publicó El incómodo color de la memoria, una compilación de sus ensayos, columnas y perfiles sobre la raza negra. En 2020 se lanzó una segunda edición aumentada. Es columnista habitual de esta revista.